
El puente vibraba levemente bajo el peso de los autos que pasaban, indiferentes al drama silencioso que se gestaba en su barandal. Él y ella llegaron por separado, cada uno con su cámara colgando del cuello, buscando en el atardecer un bálsamo para la tristeza que anidaba en su pecho.
El cielo ardía en tonos de ámbar y carmín, reflejándose en sus miradas apagadas por la rutina de amores marchitos. Se vieron apenas de reojo, primero con timidez, luego con esa complicidad muda que solo los que cargan la misma pena pueden entender.
Él ajustó el enfoque, pero sus manos temblaron cuando la vio atrapada en su encuadre. La luz la tocaba como si el sol mismo la deseara, delineando su rostro con una delicadeza que su esposo nunca había tenido con ella. Ella, a su vez, le robó una imagen furtiva, observándolo a través del lente con la certeza de que él también conocía el peso de un amor obligado.
No hicieron preguntas. No hubo palabras. Solo una conexión oscura y profunda que los envolvía con la brisa tibia del atardecer.
El sol comenzó a desvanecerse y con él, su efímera burbuja de felicidad. Sabían que debían irse. Separarse. Seguir fingiendo en casas que hacía tiempo dejaron de ser hogar.
Caminaron en direcciones opuestas, pero al llegar al borde del puente, se detuvieron. Voltearon casi al mismo tiempo, sus ojos encontrándose en la penumbra creciente. No hubo sonrisas, ni promesas. Solo miradas cargadas de deseo contenido, de lo que pudo haber sido y nunca sería.
Él levantó levemente la mano en un gesto apenas perceptible. Ella inclinó apenas el rostro, en un adiós sin palabras. Y luego, la noche cayó, tragándoselos en sus respectivas soledades.