Hoy, en la penumbra de mi cumpleaños, el tiempo se alza como un verdugo implacable, con sus cadenas oxidadas y su mirada vacía, arrastrándome a un festín de sombras donde la desolación es el único banquete.

Cada segundo es un ladrón de sueños, cada minuto, un susurro de muerte que roza mi piel como un beso de viuda. El tiempo —ese traidor inclemente— suma otro año a la maraña de mi existencia, y lo hace con la indiferencia de un cuervo que picotea los restos de un alma rota, de una esperanza que se pudre bajo el peso de su propio olvido.
La risa, antaño un fuego cálido, ahora es solo un eco lejano, un espectro que flota entre los muros resquebrajados de un castillo que se desmorona piedra a piedra. Allí, la soledad danza con su vestido de luto, girando en círculos infinitos, susurrando letanías de ausencias mientras mis recuerdos se disuelven como cenizas arrastradas por un viento oscuro.
El dolor es mi única compañía, un espectro de ojos huecos que me mira fijo, que me abraza con dedos gélidos y que se deleita en recordarme, una y otra vez, que tu voz se ha extinguido, que tu nombre es solo un eco en los corredores infinitos de mi mente.
No quiero velas ni cánticos ni brindis bajo la luz artificial de las sonrisas forzadas. Quiero la oscuridad plena, cruda, sin adornos. Quiero que el sol se esconda como un cobarde tras la línea de un horizonte marchito, que la noche se despliegue como un sudario negro, que el aire se vuelva denso y opresivo, sofocando hasta el último vestigio de alegría.
Quiero que esta fecha se pierda en la penumbra, que se funda con el olvido, que el reloj detenga su danza cruel y me deje atrapado en este instante de luto sin final.
Porque hoy, en esta noche que debería ser de celebración, solo me acompaña la certeza de tu ausencia. Cada latido de mi corazón es un tambor fúnebre, cada respiro un lamento. No hay globos que llenen este vacío, no hay pastel que endulce esta amargura.
Mi único deseo es que la oscuridad me reclame, que el silencio me abrace, que la soledad sea mi lecho, y que esta noche —la de mi nacimiento— se convierta también en mi epitafio.
El 10 de octubre de 2024 me sentí atrapado en un abismo de soledad. Cada segundo era un peso insoportable, cada respiro un lamento ahogado. No había luz, no había celebración, solo el eco frío de la tristeza resonando en mi pecho. Ese día, el tiempo no era regalo, era condena. Dan Ortiz.