Cada vez que me interrogan sobre él, una melancolía antigua se alza desde lo más hondo de mi carne, como una neblina espesa que todo lo cubre.
Y si he de ser sincero, el amor se me antoja como esa conexión etérea —como el WiFi—: todos la desean, todos la buscan, pero cuando por fin la alcanzan, descubren que la señal se debilita en los rincones más importantes del alma.
A veces parece fluir, casi como un encantamiento perfecto; otras, se desvanece sin ruido, dejando tras de sí un hueco silencioso y frío, como una tumba abierta en medio del pecho.
Supongo que así es el amor… frágil, voluble, siempre a medio paso de la plenitud que prometía.
¿Que siento cuando hablo de amor? Siento que una sombra se enrosca dentro de mí, densa y helada, como la niebla que devora los caminos en una noche sin luna.
Porque, en su forma más brutal, el amor eterno no es más que un murmullo condenando su existencia al desgaste, al tedio, al tiempo que todo pudre.
Es un juramento de fuego que puede apagarse por miserias tan nimias como una tapa mal cerrada, una palabra mal dicha, una mirada que no llega.
Es allí, en lo pequeño, en lo despreciable, donde el amor muere de verdad:
no entre gritos ni traiciones, sino en el sutil y despiadado goteo de lo cotidiano.
Y al final, lo único que permanece es el eco marchito de lo que alguna vez fue promesa… y ahora es sombra.
Fue ese día, 28 de septiembre de 2024, cuando la pregunta surgió en medio del silencio: ¿Qué es el amor? No hubo respuesta, solo una sombra extendiéndose dentro de mí, fría y persistente. Desde entonces, esa duda habita en mi pecho como niebla que no se disipa. Daniel Ortiz.