Soy la ruina encarnada de aquello que alguna vez se llamó amor, el espectro que deambula entre las cenizas de una historia que yo mismo reduje a polvo.

No puedo mirarme sin desprecio, sin un veneno denso en la garganta que me recuerda, cruel e implacable, que fui yo quien apagó la llama que ella me dio entre sus manos, con la pureza de quien aún cree en la redención de los sentimientos.
Cada recuerdo es una herida abierta, un espectro que susurra en la soledad de mis noches. La veo aun cuando cierro los ojos, tan viva y llena de luz, y luego me veo a mí, apagando esa luz con mis propias manos, deshojando cada promesa hasta dejarlas marchitas.
No fue el mundo el que nos hizo pedazos, fui yo, el cobarde y traidor que destrozó la fe que ella puso en mis palabras.
¿Cómo perdonarme cuando el reflejo de mi alma me devuelve solo repugnancia? No hay un solo día en que no me ahogue en el peso de mi propia culpa, en el tormento de saber que jamás podré limpiar de su memoria las cicatrices que le dejé.
Recordar los días de risas, de miradas infinitas y caricias eternas es ahora un castigo, una cadena que arrastro, porque aquellos momentos no volverán, y yo, maldito en mi propio arrepentimiento, no merezco siquiera el consuelo de añorarlos. Así camino, como un muerto que respira, como un despojo que se consume en el fuego de su propia traición.
No espero clemencia, ni ansío redención; he sellado mi condena y, en mi pecho, lo único que palpita es el eco de lo que nunca podré recuperar, de un amor que yo mismo asesiné. Mi único castigo es seguir vivo, respirando el aire que no merezco, mientras me quema por dentro la certeza de que fui yo quien rompió a la mujer que amaba.
El 25 de octubre de 2024 escribí “La sombra de mi traición”, un pensamiento que refleja el odio que siento hacia mí mismo por haber destruido las ilusiones y el amor de la mujer que más amé. En medio de mi culpa, también quedaron los recuerdos de lo bello que alguna vez fuimos.