El tiempo se ha vuelto un enemigo silencioso, marcando cada segundo con el peso de lo que ya no puedo cambiar. Mis pasos, que alguna vez fueron firmes, ahora titubean, vacilantes entre el presente y las sombras de un pasado que me consume.

He cometido errores que llevo tatuados en la piel, y cada uno de ellos me recuerda que he sido mi propio verdugo. Las horas, los días pasan, pero la culpa no se desvanece. El arrepentimiento se instala en mi pecho, un huésped que no me deja respirar, que me susurra al oído las decisiones que nunca debí tomar.
El mundo sigue girando, indiferente a mi tormenta interna, y me pregunto si alguien nota la oscuridad que llevo dentro. He buscado razones para seguir, intenté aferrarme a promesas vacías, a sueños que nunca se cumplieron. Pero todo parece escapar entre mis dedos, como si la vida misma se burlara de mis intentos por encontrarle sentido.
Hay momentos en los que miro al cielo y siento que ya no pertenezco aquí, que este lugar, esta vida, no tiene espacio para alguien como yo. Me inunda el deseo de desaparecer, de dejar todo atrás y descansar en ese lugar donde el dolor ya no alcanza, donde los errores no me persigan, y la tristeza no tenga nombre.
Quizá, en esa nada que tanto temo, encuentre finalmente la paz que aquí me es negada.