
Cada noche, cuando las sombras se alargaban sobre la ciudad y el aire llevaba consigo un hálito de nostalgia, él abordaba el mismo autobús rumbo a casa. Era una rutina triste, monótona, un eco interminable de días grises. Pero desde hace semanas, su trayecto había adquirido un matiz distinto.
Ella.
Una mujer de piel pálida y mirada absorta, perdida en la negrura de la ventana. Su cabello caía como un velo de sombras sobre los hombros, y sus labios, rojos como una flor marchita, parecían contener secretos inconfesables. Siempre tomaba asiento cerca de él, y en el vaivén del autobús, a veces sus miradas se encontraban en reflejos distorsionados.
Él la amaba en silencio. Amaba la melancolía que la envolvía, la tristeza que se dibujaba en la curva de su boca. Quería hablarle, pronunciar su nombre—si tan solo lo supiera—y confesarle que sus noches se habían llenado de ella.
Pero nunca lo hizo.
El miedo, ese eterno verdugo, le cerraba la garganta. ¿Y si su voz rompía el hechizo? ¿Y si ella lo miraba con desdén? No podía arriesgarse. Y así, noche tras noche, su amor creció como un fantasma en su pecho, sin palabras, sin contacto, solo miradas fugaces y el eco de una historia jamás contada.
Hasta aquella noche.
Cuando el autobús llegó a su parada, sintió un peso insoportable en el alma. Se puso de pie, pero sus piernas temblaban. Miró una vez más a la mujer de los labios rojos. Ella seguía observando la ventana, ignorante de su tormento. Bajó del autobús, y al girar, la vio alejarse lentamente, llevándose consigo sus anhelos, su amor callado, su última esperanza.
El aire se sintió helado en su pecho. Sintió que algo dentro de él se quebraba, un dolor sordo que le ahogaba el aliento. El autobús se perdió en la distancia, y con él, la única luz en su vida marchita.
Y así quedó él, solo bajo la farola parpadeante, con el corazón hecho cenizas.