Es extraño cómo puedo amarte y, al mismo tiempo, sentir este dolor que se enreda en mis pensamientos como una sombra imposible de ahuyentar. En mí habitan dos almas que luchan en un conflicto eterno: una que te guarda como el más preciado de los recuerdos, y otra que sufre con cada pensamiento que lleva tu nombre.

Te amo porque fuiste esa luz inesperada en mis días grises, porque en cada mirada, en cada risa compartida, me mostraste un mundo en el que quise quedarme para siempre. Pero me duele, porque esa paz que encontré en ti se ha vuelto ahora una jaula que aprisiona, una herida que no cierra, una melodía que ya no encuentra su final.
Y aquí estoy, esperando, aunque sepa que esperar es en vano. Es curioso cómo la esperanza se convierte en verdugo; me lleva a imaginar el sonido de tu mensaje, el tono de tu voz al otro lado, como si pudieras traer consuelo, como si en un susurro tuyo esta tristeza se disolviera. Pero la verdad golpea, fría y cruel, recordándome que no vendrás, que el silencio es el único eco de nuestra historia.
Cada día se funde en esta dualidad imposible: la sonrisa que traen tus recuerdos y la lágrima que se derrama al saber que esos momentos son solo eso… recuerdos. El amor y el dolor, la alegría de haberte tenido y la tristeza de haberte perdido, todo se entrelaza en un vacío tan vasto que parece no tener fin.
Es como si tú y lo que dejaste dentro de mí fueran inseparables, dos caras de una misma moneda que cargo conmigo, recordándome que, aunque opuestos, ambos son el reflejo de lo que fue y de lo que, en el fondo, siempre quise que fuera.
En ese día, 25 de octubre, me consumía la dualidad emocional de amar y sentir dolor, de abrazar tus recuerdos mientras me desangraba en su sombra. Cada imagen tuya era un puñal en mi pecho, cada sonrisa, un eco lejano que torturaba mis noches.