Aquel viaje a Guanajuato, planeado con la meticulosidad de quien busca que todo salga perfecto, se desmoronó lentamente entre los dedos, pero lo que surgió en su lugar fue algo mucho más profundo, algo que ni siquiera había imaginado.

Fue en esas calles empedradas donde no solo redescubrí la belleza del mundo, sino también de lo que soy, de lo que siempre quise ser. Los planes se desvanecieron para dar paso a lo inesperado, a lo que, sin buscarlo, se convirtió en magia.
Recuerdo cómo sus ojos se cruzaron con los míos en un momento de silencio compartido. No hicieron falta palabras, solo miradas que hablaban por sí solas, cargadas de una complicidad que ni nosotros sabíamos que existía.
Paseamos por la ciudad, entre risas y bromas, envueltos en un velo de espontaneidad que lo hizo todo tan genuino. No había guiones, solo nosotros dos, bailando una balada al borde de la madrugada, bajo un cielo que parecía cómplice de lo que estaba a punto de nacer entre nosotros.
Aquella noche, mientras la ópera resonaba en las calles, supe que estaba más cerca de mis sueños que nunca. Al arrodillarme ante ella, no fue para declararme, sino porque me sentí vulnerable ante lo inmenso que era lo que comenzaba a sentir. Fue como si el mundo, por primera vez, se alineara de manera perfecta.
Lo que había comenzado como un viaje de cumpleaños, terminó siendo un reencuentro con el amor, con mi esencia, con lo que de verdad importa. Volví a casa con el corazón lleno, con la certeza de haber encontrado no solo una compañera, sino el amor de mi vida. Y aunque no lo planeé, fue más perfecto de lo que jamás hubiera soñado.
Escrito el 22 de octubre de 2024, marcado por la melancolía de mis recuerdos. Han transcurrido años, pero las sombras de aquel día aún me abrazan. No puedo olvidarlo. Lo llevo tatuado en la piel, como un susurro perpetuo que me consume.