Nunca hubiera imaginado, en aquel agosto de 2022, que una simple mirada en medio de la tranquila serenidad que nos rodeaba encendería en mí una llama tan profunda. En un instante, ella se convirtió en mi musa, mi cómplice, y la razón por la que mis días cobraron un sentido desconocido hasta entonces.

Fue en lo más alto del Cimatario donde, sin saberlo, habíamos sellado un destino que me cambiaría de maneras que no podría comprender en ese momento. La risa, los sueños y los nuevos horizontes que me regaló se convirtieron en mi mundo, en el propósito con el que, ingenuo, creía habitar un universo compartido con ella.
Recuerdo su mirada de entonces, llena de esperanza, tan brillante y tan cargada de dulzura, como si en esos ojos se escondiera todo lo que anhelaba, todo lo que jamás me atreví a desear.
Y cómo olvidar aquella noche en San Miguel, cuando nuestras miradas se cruzaron bajo el tenue resplandor de las farolas, creando un lenguaje que solo nosotros entendíamos.
Era como si el tiempo se hubiera detenido en ese instante y en sus ojos vi toda una eternidad de amor, como si hubiéramos renacido en otra vida y nos hubiéramos encontrado nuevamente, atraídos por fuerzas más allá de la comprensión humana.
Hoy, cuando mis ojos buscan los suyos, solo encuentro un abismo. Su mirada se ha vuelto fría, distante, como una sombra sin alma. Y qué triste ironía es ver esos mismos ojos que un día fueron mi refugio, ahora vacíos, inexpresivos, como si nunca hubieran conocido el fuego de nuestra historia.
En ella ya no hay ternura, ni promesas susurradas en el silencio. Extraño la suavidad de sus caricias, ese leve roce que parecía guardar todas las respuestas, y el aroma de su cuello, ese perfume que se grabó en mí como una marca imborrable.
Ahora, aunque compartimos los mismos espacios y nuestras voces aún resuenan en la misma habitación, el hielo en sus palabras me congela, como un recordatorio cruel de que el pasado es solo una ilusión.
Me duele, me atormenta verla tan indiferente, como si nuestra historia no hubiera sido más que un capricho efímero, una chispa en mi memoria que para ella se ha extinguido. Me consume la idea de que soy yo quien aún recorre en pensamientos cada uno de esos momentos, mientras ella los ha dejado caer en el olvido.
A veces me pregunto si en las sombras de la noche alguna vez pensará en lo que fuimos, si acaso un solo instante su mente se dejará arrastrar a aquellos recuerdos.
Pero en cada mirada distante, en cada palabra vacía, me confirma que solo yo cargo con este amor fantasma, un eco de lo que ya no es. Y aquí me quedo, entre la nostalgia y el dolor, en un rincón oscuro, recordando los días en los que creía haberla encontrado para siempre.
Fue un 1 de noviembre de 2024, mientras escribía, cuando sentí que las palabras brotaban de mí como un veneno oscuro que me arrastraba hacia la nostalgia. La soledad era una niebla espesa, y el eco de lo que fuimos retumbaba en cada latido, un recordatorio cruel de que su amor se había convertido en un espectro frío. Mis pensamientos eran cenizas, y el silencio, una herida abierta que sangraba en la noche.