En la penumbra eterna donde la noche extiende sus dedos de sombra, cuando las palabras se quiebran y el silencio se convierte en soberano, es el abrazo —esa danza muda de los cuerpos heridos— el que habla en nombre de lo que ya no puede decirse.

Allí, en el roce lento de piel contra piel, las almas se entrelazan como raíces antiguas bajo tierra maldita, encontrando un santuario que ni la furia del mundo ni el juicio del día pueden profanar.
Los corazones, lúgubres tambores de carne, laten al unísono, y en esa cercanía sagrada se disuelven los temores como espectros ante la primera luz. Es un ritual callado, un hechizo sin palabras que funde las distancias y borra las fronteras que alguna vez separaron. Abrazar a quien se ama es regresar al castillo derruido del alma, al único lugar donde las heridas no supuran soledad, sino se curan en el calor compartido.
En ese instante suspendido, donde el tiempo pierde su filo y el caos se detiene a respirar, el contacto se vuelve una promesa más honda que cualquier juramento: la piel no miente, no teme, no traiciona. Es un pacto de carne y espíritu, un eco de eternidad en un mundo condenado a desmoronarse. Los miedos se diluyen como ceniza en el viento, y la dicha —tan frágil como una mariposa nocturna— encuentra su refugio en el corazón ajeno.
No es solo un acto físico. Es una comunión oscura, una plegaria murmurada al oído del destino. Allí donde el amor florece incluso en los rincones más sombríos, donde el alma desnuda encuentra su reflejo y no tiembla. Porque en ese abrazo, dos almas se funden como sombras bajo la luna, y por un efímero instante… todo cobra sentido, incluso la noche.
Lo escribí el 29 de septiembre de 2024, cuando el corazón me pesaba y el alma buscaba un refugio en el recuerdo de un abrazo que aún no llegaba. Esa noche comprendí que, incluso en la ausencia, el amor puede sentirse tan real como la brisa que roza la piel en la oscuridad.