Amar a la persona incorrecta es como beber de una copa de cristal ennegrecido, cuya fragancia promete el elixir de la vida, pero cuyo sabor es veneno destilado en siglos de desengaño. Sus palabras son como letanías dulces, pero cada sílaba esconde un filo invisible, capaz de desgarrar hasta el alma más fuerte.

Es entregarse a un sacrificio sin altar, una ofrenda eterna que nunca será aceptada. Te sumerges en un océano de promesas vacías, donde las olas te arrastran hacia una oscuridad insondable. Sus ojos, dos estrellas negras, prometen mundos imposibles mientras devoran todo rastro de luz que alguna vez habitó en ti.
Cada caricia es un pacto con las sombras, un juramento silencioso de que la felicidad será siempre efímera, una ráfaga que apenas roza la piel antes de desvanecerse. Y, sin embargo, el corazón insiste en latir por ellos, como un prisionero encadenado que ama al verdugo, esperando que el próximo golpe traiga redención.
Amarles es un descenso al infierno personal, donde las llamas no queman la piel, sino la esencia misma de quién eres. Es mirar tu reflejo y no reconocerlo, viendo cómo los contornos de tu ser se desdibujan hasta que solo queda un espectro de lo que alguna vez fue.
Y aun así, en lo más profundo de este tormento, hay una parte de ti que se aferra al dolor, como si ese sufrimiento fuera la única prueba de que alguna vez amaste de verdad. Porque, ¿qué es el amor si no el arma más cruel de todas, la que te obliga a arrodillarte ante un altar que nunca existió?
Amar a la persona incorrecta es ser cazador y presa, verdugo y víctima, caminando eternamente por un sendero de espinas, sabiendo que cada paso te acerca más al vacío… y no poder detenerte.