El amor es esa chispa que enciende todo lo que toca. No necesita explicaciones ni razones, simplemente es. Es una fuerza que te transforma, que te empuja a ser mejor, más valiente, más generoso.

Amar es como plantar un árbol y verlo crecer, con raíces profundas y ramas que se extienden hacia el cielo. No hay medida para el amor verdadero, porque no conoce límites. Está en los detalles, en la risa compartida, en el abrazo inesperado, en los silencios cómodos, donde no hace falta decir nada para sentirse completo.
Hace un par de años, encontré el amor en una mirada. Recuerdo el momento como si fuera hoy. Esos ojos, profundos y cálidos, me envolvieron con una paz que nunca antes había experimentado. En su sinceridad no había espacio para el engaño, solo verdad y un cariño genuino.
Fue en esa mirada donde sentí que había encontrado un refugio, un lugar donde podría descansar de todas las tormentas que a veces trae la vida. No necesitábamos palabras; solo con mirarnos, sabíamos lo que el otro sentía.
Esa mirada me hablaba de amor en su forma más pura, sin adornos ni pretensiones. Era un amor que no buscaba ser perfecto, sino real, imperfecto en su humanidad, pero inmenso en su capacidad de dar sin esperar.
Y aunque el tiempo pase y las circunstancias cambien, sé que no importa lo que suceda, siempre tendré un hogar en esos ojos. Un lugar donde todo es claro, todo es verdad, y el amor sigue ardiendo como el primer día.
El 11 de octubre de 2024, me sentía lleno de gratitud y nostalgia. Tenía el corazón abierto, recordando el amor que había marcado mi vida de manera profunda y genuina. Ese día, me vi envuelto en la calidez de un sentimiento que no necesitaba justificación, solo existía y llenaba todo de luz. Era un día donde reconocía la belleza de haber encontrado en una mirada un refugio, un hogar en medio de la tormenta.