
Despierto.
El techo, pálido y mudo, me observa con la indiferencia de los muertos.
No hay voz. No hay susurro. Solo esa luz imprecisa de la mañana filtrándose como un invasor tibio entre las cortinas mal cerradas.
Por un instante, aún somnoliento, espero.
Es un reflejo, una herencia de días que ya no existen.
Mi cuerpo se queda inmóvil, pero mi mente corre —como un perro abandonado— al recuerdo de un vibrar leve, de una pantalla que solía iluminarse con un nombre, con un “buenos días” que no venía solo.
Venía cargado de ternura, de promesas implícitas,
de la sencilla gloria de saberse importante para alguien.
Pero ya no.
Hoy no hay mensaje.
Hoy no hay nadie.
Me incorporo lentamente, como quien sale de un ataúd que aún le ofrecía más consuelo que la realidad.
Miro el teléfono con una esperanza absurda, un acto reflejo que se ha vuelto ritual:
verificar que el mundo sigue sin notarme.
Y no es el mensaje lo que duele.
Es lo que significaba.
Ese pequeño acto diario, ese saludo matinal, era un hilo delgado que me anclaba al sentido,
una chispa que convertía al día en algo más que la suma de horas vacías.
Ahora, sin ese mensaje, la mañana es un desierto.
Un páramo sin voces, sin pasos, sin huellas.
Camino hacia la ventana y el mundo sigue allí, sin pausa.
Pájaros cantan —insultantemente alegres—
y el sol, indiferente, acaricia los techos con su amor imparcial.
Es un crimen, pienso, que el universo siga en marcha mientras mi pecho guarda luto.
Extrañar se convierte en una forma de tortura dulce.
Una auto herida que se lame con nostalgia.
Una danza lenta con el recuerdo de lo que fue y de lo que nunca volverá a ser.
A veces me pregunto si extraño a esa persona
o si solo añoro lo que era yo cuando me sentía amado.
Porque el amor —cuando llega— no solo trae al otro,
también te revela una versión de ti que no conocías:
más blanda, más luminosa, más capaz de esperar con alegría.
Sin él, sin ella, sin ese mensaje…
vuelvo a ser sombra.
Vuelvo a ese lugar conocido donde el silencio tiene nombre,
y se llama abandono.
¿En qué momento comenzamos a medir nuestro valor por la presencia o ausencia de un texto al despertar?
¿Qué vacíos dejamos crecer tan dentro que una frase breve puede llenarlos?
Me siento en la cama, con el alma encorvada.
Siento la necesidad de escribir,
como si las palabras pudieran suturar las grietas invisibles.
Y escribo, no para ser leído,
sino para recordar que aún estoy aquí.
Que todavía hay alguien en este cuerpo hueco,
intentando comprender por qué duele tanto no ser recordado.
Porque eso es, ¿no?
Eso es lo que más nos hiere:
no la ausencia, sino el olvido.
La certeza de que alguien que un día pensó en ti
ya no lo hace.
Que tus buenos días no le importan.
Que tu existencia ha dejado de ser un pensamiento cálido
en la mente de otro ser.
Y mientras el café hierve en la cocina,
mientras la ciudad despierta con su usual crueldad,
yo sigo aquí, detenido entre dos alientos:
el que me dio el recuerdo,
y el que me roba la soledad.
Pero hay belleza también en esta pena,
una estética oscura en el dolor que habita en los márgenes.
Porque en la ausencia descubrimos la hondura,
y en el silencio aprendemos el nombre real de nuestro deseo.
Hoy no llegó el mensaje.
Hoy el mundo no me nombró.
Y, sin embargo, estoy aquí,
nombrándome a mí mismo en esta sombra,
rescatando lo que queda
de aquel que alguna vez fue amado.