
Las luces parpadean por un instante, y el ascensor se detiene con un quejido metálico. Un leve temblor en los muros de acero inoxidable anuncia su inmovilidad. Ella y él se observan en el reflejo bruñido de las paredes, atrapados en la jaula suspendida entre el cielo y el infierno de la ciudad. Afuera, la lluvia serpentea por los ventanales de cristal, y las luces de la metrópoli titilan como espectros lejanos.
Ella no sabe su nombre, pero su aroma le resulta intoxicante: una mezcla de cuero y tormenta, de noche sin promesas y fuego contenido. Él tampoco sabe quién es ella, pero sus labios entreabiertos, su respiración temblorosa y el destello carmesí de su boca le revelan todo lo necesario.
La electricidad del encierro no es solo estática en el aire. Es una presencia que los envuelve, un embrujo tejido por el azar y el destino. El eco de la ciudad amortiguado por las puertas de acero se vuelve un cómplice silente. El primer roce es accidental: una mano que busca el panel de control, unos dedos que apenas rozan una cadera. Pero la chispa que enciende no es de nervios, sino de deseo.
Él se acerca, y su aliento roza la piel de su cuello, apenas un susurro. Ella inclina el rostro hacia él, y su fragancia lo envuelve, atrapándolo en un lazo invisible. No hay tiempo para palabras. No hay espacio para titubeos. En ese rincón de metal, son solo carne y deseo, sombra y fuego.
Sus labios se encuentran con la violencia de un juramento eterno. El roce se convierte en un duelo sin tregua, en una danza entre la seducción y la entrega. Él la alza contra la pared fría del elevador, y el contraste entre el acero y el calor de su piel le arranca un gemido. Sus manos exploran con ansias reverenciales, dibujando caminos en su espalda, en sus muslos, en el abismo de su cintura.
La ropa se convierte en un estorbo olvidado, deslizándose como niebla en la penumbra. Sus cuerpos se funden en un rito primitivo, en un hechizo pagano donde el roce, la presión y el jadeo son las únicas plegarias. El ascensor es un altar de lujuria y abandono, y en su interior se consuma un sacrificio que quema y bendice a la vez.
Fuera, la ciudad sigue su curso sin saber que, en el corazón de uno de sus rascacielos, dos almas se han incendiado en la inmensidad de un instante. Afuera, la tormenta arrecia. Adentro, el fuego arde.