
La vela parpadea en la penumbra, proyectando sombras danzantes sobre la piel desnuda de mi soledad. Afuera, la noche murmura secretos que solo el viento comprende, y en mi pecho arde la memoria de un roce que ya no existe.
Susurros de un ayer se disuelven entre mis dedos, como ceniza en el viento, como un beso que nunca se dio. Te busco en el reflejo de un cristal empañado, en el eco de un suspiro que el tiempo devoró. Pero solo hallo el frío, la ausencia, la certeza de que fuiste un espejismo tejido con hilos de luna y promesas olvidadas.
La penumbra me abraza con su aliento marchito, susurrándome la verdad que me niego a aceptar: todo lo que amé se ha convertido en polvo, en ruinas que el tiempo arrastra sin compasión. Me aferro a los recuerdos como un náufrago a un madero roto, pero incluso ellos se desgastan, se pudren, se hunden en las aguas negras del olvido.
El insomnio es un amante cruel, me retiene entre sus brazos y me obliga a recorrer una y otra vez los pasillos de lo que fuimos, de lo que jamás seremos. Y cuando el alba se asome, cuando la luz reclame lo que la noche poseyó, quedaré aquí, en la misma sombra de siempre, esperando un regreso que nunca llegará.
Porque algunos amores no mueren… solo se convierten en fantasmas que susurran en la oscuridad.