
Sentada en la escalera, el anochecer la abraza con su manto de sombras, mientras su falda negra, como la noche misma, se desliza suavemente sobre sus piernas, dejando entrever el suave contorno de su piel desnuda. Cada roce del viento parece un amante furtivo que acaricia su cuerpo, arrancándole suspiros que se mezclan con el susurro de las hojas.
Sus manos, delicadas, descansan sobre sus rodillas, pero en la quietud de sus dedos se esconde el latido de un deseo profundo, urgente, que arde con la intensidad del fuego que habita su vientre.
Ella espera… espera con la impaciencia de quien sabe que el tren traerá consigo algo más que un simple viaje. Sus ojos, dos luceros encendidos en la penumbra, se pierden en la lejanía, buscando esa promesa incierta que la hará vibrar de vida.
Su boca, carmesí y tentadora, guarda entre sus labios el eco de besos aún no dados, besos que sueñan con ser arrancados en la penumbra, bajo cielos desconocidos.
La falda, abrazando sus caderas con un coqueteo silencioso, ondea como si conociera el anhelo de sus pensamientos. Cada latido es un compás, una cuenta regresiva hacia el momento en que el tren llegue, llevando consigo no solo su cuerpo, sino su alma entera, desnuda de miedos y llena de deseos. Y en su mente, el destino no es más que un rincón secreto donde la pasión será su único equipaje, y el placer, su destino final.
Escrito por mí el 21 de octubre de 2024
Esa noche, al escribir, sentí que la penumbra la abrazaba como un secreto que solo yo conocía. Era una mezcla de deseo y melancolía, como si su cuerpo, envuelto en sombras y seda negra, me llamara desde lejos, reclamando un destino incierto. Su quietud me hería, su anhelo ardía en mí, y en cada línea que trazaba, me rendía al fuego de su espera, deseando ser el tren que la llevara a perderse… o a encontrarse.